CARMEN T.

ALGO HICIMOS MAL...Palabras del presidente Óscar Arias en la Cumbre de las Américas Trinidad y Tobago. Abril de 2009


Tengo la impresión de que cada vez que los países caribeños y latinoamericanos se reúnen con el presidente de los Estados Unidos de América, es para pedirle cosas o para reclamarle cosas.


Casi siempre, es para culpar a Estados Unidos de nuestros males pasados, presentes y futuros.

No creo que eso sea del todo justo.

No podemos olvidar que América Latina tuvo universidades antes de que Estados Unidos creara Harvard y William & Mary, que son las primeras universidades de ese país. No podemos olvidar que en este continente, como en el mundo entero, por lo menos hasta 1750 todos los americanos eran más o menos iguales: todos eran pobres.

Cuando aparece la Revolución Industrial en Inglaterra, otros países se montan en ese vagón: Alemania, Francia, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda... y así la Revolución Industrial pasó por América Latina como un cometa, y no nos dimos cuenta. Ciertamente perdimos la oportunidad.

También hay una diferencia muy grande. Leyendo la historia de América Latina, comparada con la historia de Estados Unidos, uno comprende que Latinoamérica no tuvo un John Winthrop español, ni portugués, que viniera con la Biblia en su mano dispuesto a construir "una Ciudad sobre una Colina", una ciudad que brillara, como fue la pretensión de los peregrinos que llegaron a Estados Unidos.

Hace 50 años, México era más rico que Portugal. En 1950, un país como Brasil tenía un ingreso per cápita más elevado que el de Corea del Sur. Hace 60 años, Honduras tenía más riqueza per cápita que Singapur, y hoy Singapur -en cuestión de 35 ó 40 años- es un país con $40.000 de ingreso anual por habitante. Bueno, algo hicimos mal los latinoamericanos.

¿Qué hicimos mal? No puedo enumerar todas las cosas que hemos hecho mal.

Para comenzar, tenemos una escolaridad de 7 años. Esa es la escolaridad promedio de América Latina y no es el caso de la mayoría de los países asiáticos.

Ciertamente no es el caso de países como Estados Unidos y Canadá, con la mejor educación del mundo, similar a la de los europeos.

De cada 10 estudiantes que ingresan a la secundaria en América Latina, en algunos países solo uno termina esa secundaria. Hay países que tienen una mortalidad infantil de 50 niños por cada mil, cuando el promedio en los países asiáticos más avanzados es de 8, 9 ó 10.
Nosotros tenemos países donde la carga tributaria es del 12% del producto interno bruto, y no es responsabilidad de nadie, excepto la nuestra, que no le cobremos dinero a la gente más rica de nuestros países. Nadie tiene la culpa de eso, excepto nosotros mismos.
En 1950, cada ciudadano norteamericano era cuatro veces más rico que un ciudadano latinoamericano. Hoy en día, un ciudadano norteamericano es 10, 15 ó 20 veces más rico que un latinoamericano.

Eso no es culpa de Estados Unidos, es culpa nuestra.

En mi intervención de esta mañana, me referí a un hecho que para mí es grotesco, y que lo único que demuestra es que el sistema de valores del siglo XX, que parece ser el que estamos poniendo en práctica también en el siglo XXI, es un sistema de valores equivocado. Porque no puede ser que el mundo rico dedique 100.000 millones de dólares para aliviar la pobreza del 80% de la población del mundo -en un planeta que tiene 2.500 millones de seres humanos con un ingreso de $2 por día- y que gaste 13 veces más ($1.300.000.000.000) en armas y soldados.

Como lo dije esta mañana, no puede ser que América Latina se gaste $50.000 millones en armas y soldados. Yo me pregunto: ¿quién es el enemigo nuestro?

El enemigo nuestro, presidente Correa, de esa desigualdad que usted apunta con mucha razón, es la falta de educación; es el analfabetismo; es que no gastamos en la salud de nuestro pueblo; que no creamos la infraestructura necesaria, los caminos, las carreteras, los puertos, los aeropuertos; que no estamos dedicando los recursos necesarios para detener la degradación del medio ambiente; es la desigualdad que tenemos, que realmente nos avergüenza; es producto, entre muchas cosas, por supuesto, de que no estamos educando a nuestros hijos y a nuestras hijas.

Uno va a una universidad latinoamericana y todavía parece que estamos en los sesenta, setenta u ochenta. Parece que se nos olvidó que el 9 de noviembre de 1989 pasó algo muy importante, al caer el Muro de Berlín, y que el mundo cambió.

Tenemos que aceptar que este es un mundo distinto, y en eso francamente pienso que todos los académicos, que toda la gente de pensamiento, que todos los economistas, que todos los historiadores, casi que coinciden en que el siglo XXI es el siglo de los asiáticos, no de los latinoamericanos. Y yo, lamentablemente, coincido con ellos.

Porque mientras nosotros seguimos discutiendo sobre ideologías, seguimos discutiendo sobre todos los "ismos" (¿cuál es el mejor?) capitalismo, socialismo, comunismo, liberalismo, neoliberalismo, socialcristianismo...), los asiáticos encontraron un "ismo" muy realista para el siglo XXI y el final del siglo XX, que es el pragmatismo.

Para solo citar un ejemplo, recordemos que cuando Deng Xiaoping visitó Singapur y Corea del Sur, después de haberse dado cuenta de que sus propios vecinos se estaban enriqueciendo de una manera muy acelerada, regresó a Pekín y dijo a los viejos camaradas maoístas que lo habían acompañado en la Larga Marcha: "Bueno, la verdad, queridos camaradas, es que mí no me importa si el gato es blanco o negro, lo único que me interesa es que cace ratones" .

Y si hubiera estado vivo Mao, se hubiera muerto de nuevo cuando dijo que " la verdad es que enriquecerse es glorioso ". Y mientras los chinos hacen esto, y desde el 79 a hoy crecen a un 11%, 12% o 13%, y han sacado a 300 millones de habitantes de la pobreza, nosotros seguimos discutiendo sobre ideologías que tuvimos que haber enterrado hace mucho tiempo atrás.

La buena noticia es que esto lo logró Deng Xioping cuando tenía 74 años.
Viendo alrededor, queridos Presidentes, no veo a nadie que esté cerca de los 74 años. Por eso solo les pido que no esperemos a cumplirlos para hacer los cambios que tenemos que hacer.

Muchas gracias.
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Ignorancia Presidencial... Charito Rojas

“Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda”. Martin Luther King (1929-1968) Religioso estadounidense, premio Nóbel de la Paz, líder de un movimiento defensor de los derechos fundamentales.

Ya se ha hecho habitual que escriba estas líneas con la voz de Hugo Chávez al fondo, en una de sus larguísimas y abusivas cadenas plenas de aplausos, de emociones patrioteras y de fanatismo ideológico,pero en las cuales no se ofrece una sola solución a nuestros graves problemas de inseguridad, de salud, de economía, de educación. El Presidente no está enterado de que a los venezolanos, chavistas o no, los matan en las calles para quitarles un celular o un par de zapatos. Que el sicariato está de moda. Que los secuestros express proliferan, empobreciendo a la clase media. Que mueren de mengua en las emergencias de hospitales abandonados. Que las carreteras están vueltas leña. Que nuestros jóvenes caen por centenares en balaceras de barrio. Que las escuelas públicas no tienen baños, que los vándalos roban las computadoras de los liceos. Que hay que levantarse de madrugada para ir a trabajar, tomando autobuses donde los pobres son asaltados para quitarles la paga de un día de trabajo o un celular de 40 bolívares. El Presidente ignora completamente a la clase media, a los angustiados pequeños propietarios, a esos que trabajan para vivir decentemente, a quienes quieren que sus hijos sean ciudadanos de un mundo civilizado y no monos de un cuartel.

Allí está, con la arenga de siempre, ésa que nos sabemos de memoria. Los mismos calificativos, la misma historia torcida. El merece la jauría que le rodea, la que persigue a Rosales por todos los medios judiciales, sin dejarle duda al mundo de por qué se asiló el alcalde maracucho. Para él todos los venezolanos que no comparten su primitivo modo de gobernar, digno de Ezequiel de Zamora y nunca de Simón Bolívar, están condenados al despojo, a la cárcel, al exilio y hasta a la muerte. Sólo se oye a sí mismo, a la olla de grillos que le zumba dentro de la cabeza. Y por supuesto, a su padre Fidel, a ese asesino de un pueblo de quien Dios no ha tenido piedad, para que viva bastante y sufra la intensidad de su enfermedad y de su vejez.

Qué lástima que Chávez sólo fue a Trinidad a hacer su show con Obama y no escuchó las sabias palabras del Presidente de Costa Rica, el Premio Nóbel de la Paz, Oscar Arias, en un discurso que comenzó comentando que siempre se iba a esas Cumbres a pelear o a reconciliarse con Estados Unidos. Y que Estados Unidos no tenía la culpa de lo que era Latinoamérica, porque somos nosotros quienes hemos hecho algo mal. Quisiera compartir parte de ese corto discurso que pronunció Arias y que ojala alguno de los Presidentes presentes haya escuchado con atención:

“¿no puede ser que América Latina se gaste $50.000 millones en armas y soldados? Yo me pregunto: ¿quién es el enemigo nuestro? El enemigo nuestro, presidente Correa, de esa desigualdad que usted apunta con mucha razón, es la falta de educación; es el analfabetismo; es que no gastamos en la salud de nuestro pueblo; que no creamos la infraestructura necesaria, los caminos, las carreteras, los puertos, los aeropuertos; que no estamos dedicando los recursos necesarios para detener la degradación del medio ambiente; es la desigualdad que tenemos, que realmente nos avergöenza; es producto, entre muchas cosas, por supuesto, de que no estamos educando a nuestros hijos y a nuestras hijas.

Uno va a una universidad latinoamericana y todavía parece que estamos en los sesenta, setenta u ochenta. Parece que se nos olvidó que el 9 de noviembre de 1989 pasó algo muy importante, al caer el Muro de Berlín, y que el mundo cambió. Tenemos que aceptar que este es un mundo distinto, y en eso francamente pienso que todos los académicos, que toda la gente de pensamiento, que todos los economistas, que todos los historiadores, casi que coinciden en que el siglo XXI es el siglo de los asiáticos, no de los latinoamericanos. Y yo, lamentablemente, coincido con ellos. Porque mientras nosotros seguimos discutiendo sobre ideologías, seguimos discutiendo sobre todos los “ismos” (¿cuál es el mejor? capitalismo, socialismo, comunismo, liberalismo, neoliberalismo, socialcristianismo…), los asiáticos encontraron un “ismo” muy realista para el siglo XXI y el final del siglo XX, que es el pragmatismo. Para solo citar un ejemplo, recordemos que cuando Deng Xiaoping visitó Singapur y Corea del Sur, después de haberse dado cuenta de que sus propios vecinos se estaban enriqueciendo de una manera muy acelerada, regresó a Pekín y dijo a los viejos camaradas maoístas que lo habían acompañado en la Larga Marcha: “Bueno, la verdad, queridos camaradas, es que mí no me importa si el gato es blanco o negro, lo único que me interesa es que cace ratones”. Y si hubiera estado vivo Mao, se hubiera muerto de nuevo cuando dijo que “la verdad es que enriquecerse es glorioso”. Y mientras los chinos hacen esto, y desde el 79 a hoy crecen a un 11%, 12% o 13%, y han sacado a 300 millones de habitantes de la pobreza, nosotros seguimos discutiendo sobre ideologías que tuvimos que haber enterrado hace mucho tiempo atrás.

La buena noticia es que esto lo logró Deng Xiaoping cuando tenía 74 años. Viendo alrededor, queridos Presidentes, no veo a nadie que esté cerca de los 74 años. Por eso solo les pido que no esperemos a cumplirlos para hacer los cambios que tenemos que hacer”.

¿Lo escucharía Chávez? ¿Lo entendería Evo? ¿Estaría sobrio Ortega? En pocas líneas, Arias retrató la tragedia que vive actualmente Latinoamérica: un retroceso dramático a los años 60, a ideologías superadas, a sistemas económicos comprobadamente fracasados y unos líderes alimentando con palabrería populista a pueblos hambrientos, mientras sus cómplices medran en las arcas nacionales. Estamos viendo la antesala de las verdaderas revoluciones. Esas en las que un pueblo harto acaba con todo. Está anunciado. Periodistas y demócratas lo hemos dicho. Quien quiera que lo escuche. Mientras tanto, aquél sigue hablando.

Hasta el próximo miércoles.
AQUÍ ENTRE NOS

* La Iglesia venezolana aprieta las tuercas de la disciplina a los sacerdotes que cuestionaron la autoridad del Obispo de Puerto Cabello, Monseñor Ramón Viloria, quien se negó a convertir el acto de Bendición del Mar, que se celebra desde hace 147 años, en un conflicto político con el alcalde chavista Rafael Lacava. Mientras los sacerdotes de la Diócesis acompañaron al Obispo en la Catedral a la ceremonia, el alcalde realizó por su cuenta el acto religioso de la Bendición del Mar, con el apoyo de tres sacerdotes importados: Edmundo Cadenas, capellán de la Universidad Católica Santa Rosa, cuyas autoridades, sacerdotes en rebeldía, usurpan esa propiedad de la Iglesia Católica venezolana. Cadenas es el mismo sacerdote que recibió a Hugo Chávez en el estadio de Boconó en el año 2000, el mismo que apareció en el Aló Presidente N 261 bendiciendo a Chávez y proclamándolo “heredero del espíritu del Libertador”. Los otros dos sacerdotes, Máximo Ochoa, de la Parroquia La Pastora de Caracas y José Luís Salessi, capellán del Comando de Seguridad Vial del estado Yaracuy, concelebraron la eucaristía a bordo de una gabarra ubicada frente a los feligreses. Ellos rechazaron ese día que la Iglesia pudiese sancionarlos por afrentar la autoridad del obispo porteño. Ahora, el mismo Monseñor Viloria anunció la medida de “suspensión canónica” para los tres presbíteros. Esta suspensión implica la prohibición de ejercer el ministerio sacerdotal y fundamentalmente los despoja de sus derechos como sacerdotes pero no de sus deberes. Junto con el “entredicho” y la “excomunión”, la suspensión canónica (sólo aplicable a sacerdotes) es una de las tres graves penas con que el Derecho Canónico castigas las infracciones. La sanción sólo les será levantada a estos tres sacerdotes, de conocida simpatía revolucionaria, cuando “hagan pública una confesión de su adhesión a la unidad de la Iglesia y resarzan el daño que hayan podido causar a la feligresía de la Iglesia Diocesana”. El siguiente en la lista es Adolfo Rojas, el cura que oficia las misas del 4 de febrero con casulla roja y obliga a los presentes a hacer juramentos de fidelidad a Chávez ante un crucifijo. La Diócesis de Barquisimeto, a la que pertenece, estudia su caso.

*Pero la Iglesia no la tiene fácil con esta ebullición de curas rojos, brotes jurásicos de la teoría de la liberación de los años 70 que tanto daño hizo a la unidad católica. Ejemplo de esto es el Presidente de Paraguay, Monseñor Fernando Armindo Lugo Méndez, de 57 años, perteneciente a la congregación de los misioneros del Verbo Divino, quien renunció en 2005 como obispo de la diócesis de San Pedro, adquiriendo así el título de obispo Emérito. Sin embargo, la Iglesia le advirtió que podía renunciar al cargo pero no lanzarse a la carrera política y se le indicó que sus inquietudes sociales debía canalizarlas a través de la acción pastoral y no precisamente por la vía electoral. Al desobedecer la indicación, el Vaticano se vio obligado a suspender canónicamente a Monseñor Lugo, pero aunque no pueda ejercer el sacerdocio, él sigue siendo consagrado y sus votos están intactos, por lo tanto su conducta promiscua antes y después de dejar el Obispado de San Pedro, es motivo de excomunión, lo cual podría ser posible en los próximos días. Su irrespeto grosero hacia su sagrada investidura, sembrando hijos de manera irresponsable (dicen en Paraguay que podrían ser hasta 9 los hijos del ex Obispo), violentando sus votos y su Iglesia, está dando a los paraguayos la medida de la moral y los valores de su Presidente.

*Como un hecho insólito, aparece en el blog de la cubana Yoani Sánchez ( Premio Ortega y Gasset 2008 de Periodismo Digital), la realización de un cacerolazo este viernes 1 de mayo a las 8,30 de la noche en La Habana, para protestar la prohibición de entrar y salir de la isla cuando se quiera, de viajar, de circular libremente. No sabemos si la dictadura castrista permitirá tal gesto de rebeldía pero el simple anuncio ha corrido como pólvora entre los cubanos, ansiosos de expresión. Sin embargo, para ese mismo día el régimen ha convocado una gran marcha a la cual asistirán obligatoriamente desde escolares hasta trabajadores, todos ellos dependientes del gobierno, por lo tanto esclavos de los Castro. Marcharán según dice su proclama, por la Patria. Y la “invitación” termina con la cínica frase “¡Viva Cuba Libre!”. A mirarse en este terrorífico espejo, venezolanos.

* Con motivo del Día de la Tierra, nuestra lectora Diana de Martín escribe: “Expreso mi preocupación por el estado de los árboles de nuestras avenidas. Cuando vengo por mi vía habitual (la autopista zona industrial- Puerto Cabello) los pocos árboles que quedan están llenos de parásitos (tiñas, guatepajaritos, etc.). Como es sabido, estos parásitos, se nutren de la savia y hasta que el árbol no se muere no lo dejan tranquilo. Me gustaría que nos ayudaran a emprender una campaña para que los organismos competentes actúen, comiencen una poda fitosanitaria y salvemos los árboles que todavía quedan. En mi próximo recorrido, contaré los árboles muertos (pudieron ser salvados con una simple poda) y los que aún pueden ser rescatados. Es una lástima como el ambiente (a todo nivel) se ha degradado y nuestra indiferencia lo ha permitido”. Y agrego, la temperatura en Valencia se ha elevado casi tres grados en los últimos dos años, con las podas indiscriminadas de árboles en la Av. Bolívar por parte del Metro, por el arrase de zonas verdes para construir en este caos urbano. La vegetación y las laderas de las colinas circundantes de Valencia son destruidas sistemáticamente y el Instituto Municipal del Ambiente no sabemos siquiera si todavía existe. Pronto Valencia se parecerá a un peladero de chivos, pura tierra y sol.

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Barack Obama: Los sueños de mi padre. Una historia de raza y herencia


La historia de Los sueños de mi padre es la historia de las vidas –en plural– de Barack Obama. En primer lugar, es el relato de su vida real, la que vivió con su madre, su padrastro y sus abuelos maternos. En segundo lugar, es la historia de la vida imaginada por Obama, una vida paradójicamente marcada por la única figura ausente en ella y, sin embargo, presente a lo largo de todo el libro: su padre biológico

Pero para hablar de Obama y de sus sueños no se puede uno quedar en la superficie, no nos podemos conformar con la fachada y las apariencias, lo que algunos llaman la “imagen pública del candidato”. Es difícil, soy consciente. Es una tarea gravosa y que requiere tiempo, la de dejar a un lado al “personaje Obama” e intentar bucear en su persona. Mi invitación para aquellos interesados en conocer la cara menos popular del nuevo presidente es muy sencilla: leer a Obama. Mi propuesta es adentrarse en la lectura minuciosa y atenta de sus dos libros de memorias: La audacia de la esperanza y Los sueños de mi padre. Del primero ya dimos buena cuenta en Ojos de Papel hace unos meses; es un excelente libro en el que Obama da un repaso a su carrera política y en el que expone lo que él mismo denomina como “claves para restaurar el sueño americano”. Pese a que fue escrito en 2006, fue el primero que se tradujo al castellano aprovechando los primeros compases de la campaña presidencial. Dreams From My Father, que acaba de traducir la Editorial Almed a nuestro idioma, es en realidad un libro autobiográfico escrito en 1995, un balance vital redactado por Obama después de su elección como el primer presidente negro de la Hardvard Law Review, cuando aún no había empezado su fulgurante carrera política.


Tras una primera edición en 1995 que pasó relativamente inadvertida, Dreams From My Father fue reeditado en 2004. Obama había ganado la nominación del Partido Demócrata para ocupar un escaño como senador por el Estado de Illinois y, sobre todo, había saltado a la escena política nacional gracias a un aclamado discurso –el que luego ha pasado a la historia con el título de La audacia de la esperanza– pronunciado en la Convención Nacional Demócrata del 2004 en Boston. Desde esta nueva reedición y hasta hoy mismo, los elogios a la prosa de Obama no han dejado de sucederse. Especialmente significativa fue la recensión que Joe Klein le dedicó al libro en octubre de 2006, en unas páginas de la revista Time en las que Klein llegaba a decir de Dreams From My Father que era “el mejor libro de memorias escrito jamás por un político americano”. Más recientemente y en esta misma línea laudatoria, leíamos en el blog de crítica literaria del periódico The Guardian las palabras de Rob Woodard calificando el libro como “el volumen más honesto, osado y ambicioso, publicado durante los últimos cincuenta años por un político americano importante”.


Pueden parecer palabras exageradas u oportunistas, puede sonar a crítica indulgente. Puede ser. Pero también puede ser lo contrario. Puede ser que gente acostumbrada a leer muchas biografías de políticos americanos haya sabido reconocer en Los sueños de mi padre la frescura y el encanto de una prosa que embelesa, de una historia que cautiva. Y es que, si La audacia de la esperanza me pareció un libro bien acabado y mejor estructurado, debo decir en honor a la verdad literaria que, aún tratando de temas diferentes e incomparables, este primer libro de memorias de Barack Obama lo supera en calidad literaria. Si dije que The Audacity Of Hope era un libro anormalmente bien concebido para estar escrito por una persona ajena al gremio de los literatos, más sorprendente todavía es constatar el buen hacer escriturario de un Obama que, con apenas 33 años, se revela en este libro como un narrador consumado, como un creador de primer orden a la hora de retratar una experiencia vital –la suya propia–, con un estilo impecable, a medio camino entre el libro de memorias convencional y la biografía novelada.


La parte inicial del libro llama la atención por la frescura y la viveza del relato, por la extraordinaria naturalidad con la que Obama da cuenta de episodios delicados y comprometidos. Me refiero concretamente a la comentada anécdota en la que Obama nos cuenta sus experiencias de juventud con las drogas y el alcohol

La historia de Los sueños de mi padre es la historia de las vidas –en plural– de Barack Obama. En primer lugar, es el relato de su vida real, la que vivió con su madre, su padrastro y sus abuelos maternos. En segundo lugar, es la historia de la vida imaginada por Obama, una vida paradójicamente marcada por la única figura ausente en ella y, sin embargo, presente a lo largo de todo el libro: su padre biológico el keniano Barack Hussein Obama Sr. Como reza el subtítulo, la historia está concebida en torno a dos ejes básicos: la raza y la herencia, esto es, el sentirse de Obama como miembro de la raza negra con raíces africanas y su deseo por alcanzar un estatus de pertenencia a una comunidad, el interés por encajar su experiencia vital dentro de un todo que le dé sentido. Junto a estos dos temas centrales, la omnipresente figura paterna, la efigie borrosa de un padre de quien Obama se separó con apenas dos años, y con el que solo pudo reencontrarse fugazmente a los diez años, antes de que el mayor de los Obama muriese en un accidente de tráfico. Fuera de estas dos breves experiencias, Obama solo conoce un perfil de su progenitor, un retrato ambiguo construido a través de las historias contadas por su madre. Pero es esta imagen imprecisa la que según Obama ha guiado su vida, la que se convirtió en el modelo a seguir y la que ha inspirado sus sueños: “Durante toda mi vida había tenido una sola imagen de mi padre, una contra la que a veces me había rebelado pero nunca cuestionado, una imagen que más tarde intenté hacer mía. El brillante universitario, el amigo generoso, el líder ejemplar: todo lo que había sido mi padre. […] Y en la imagen de mi padre, el negro, el hijo de África, concentré todas las cualidades que quería para mí, las cualidades de Martin y Malcom, de Du Bois y Mandela” (p. 206).


El relato lo estructura Obama en tres grandes partes o etapas: “Orígenes” (dedicada a la infancia y adolescencia), “Chicago” (dedicada a la juventud de Obama en esta gran ciudad) y finalmente “Kenia” (dedicada al viaje que emprende el joven Barack en busca de sus raíces africanas). Intercaladas entre la narración cronológica encontramos infinidad de anécdotas e historias que se entrelazan, multitud de personajes –se supone que todos reales, aunque con los nombres cambiados– que transcurren por las cuatrocientas páginas del libro. Ahí están los compañeros de colegio del pequeño Barack en Indonesia, sus amigos del instituto y la universidad en Hawai, los organizadores con los que colaboró en Chicago y, cómo no, su numerosa familia en Kenia. Si hubiera que destacar algo de cada etapa vital de Obama, una breve pincelada nos bastaría para abrir boca.


En este sentido, la parte inicial del libro llama la atención por la frescura y la viveza del relato, por la extraordinaria naturalidad con la que Obama da cuenta de episodios delicados y comprometidos. Me refiero concretamente a la comentada anécdota en la que Obama nos cuenta sus experiencias de juventud con las drogas y el alcohol. Mientras que otros presidentes han tratado de distraer la atención o de matizar sus acciones (quien no recuerda cuando Bill Clinton dijo que fumó cannabis pero no inhaló el humo) haciendo ver que siempre se han comportado como ejemplos de corrección y virtud, que no hay ningún borrón en su historial, Obama se nos muestra al natural, contando episodios de juventud que otros hubieran censurado: “Lancé unos cuantos aros de humo mientras recordaba aquellos años. Los porros ayudaban, y el alcohol; también una rayita de coca cuando podías permitírtela. Pero nada de heroína, aunque Micky, el tío que me inició, según me pareció a mí estaba deseando probarla” (p. 88). Así de claro y contundente, así de cercano, con sus virtudes y sus defectos, como cualquier mortal que ha vivido una vida intensa.


Sobre estos tres ejes que citaba –la raza, la herencia y la figura paterna– se articula Los sueños de mi padre. Aquí reside sin lugar a dudas el éxito del libro y, por extensión, el éxito electoral de Obama, en su capacidad para transmitir una peculiar historia personal que, aún siendo tan particular, contiene las suficientes dosis de humanidad y elementos comunes para lograr la identificación del lector/votante con el protagonista de la historia que le están contando

De su paso por Chicago, la ciudad que vio nacer al político y lo ha visto llegar a lo más alto, Obama destaca sus peripecias como organizador comunitario en los suburbios marginales y su llegada a la Iglesia de la Trinidad Unida de Cristo de la mano del reverendo Jeremiah A. Wright Jr. Sin ser para nada proféticos ni ventajistas, ya podemos rastrear claramente en el Obama de este período al hombre que se nos ha presentado en estas elecciones como un agente de cambio, como un inconformista deseoso de transformar una realidad que le desagrada: “En 1983 decidí ser organizador comunitario. […] Cuando los compañeros de clase me preguntaban qué era lo que hacía exactamente un organizador comunitario, no podía darles una respuesta. En lugar de eso me pronunciaba respecto a la necesidad de un cambio. Cambio en la Casa Blanca, donde Reagan y sus acólitos continuaban jugando sucio. Cambio en el Congreso, sumiso y corrupto. Cambio en el talante del país, maniático y egocéntrico. Cambio que no vendrá desde las altas esferas, diría yo. Cambio que vendrá de la movilización desde la base” (p. 125).


Y qué decir de las páginas que Obama dedica al continente africano. Se relatan allí las impresiones de un joven americano que, pese a su carácter multicultural y multirracial, nunca se ha enfrentado a la verdad de unos orígenes situados en una perdida aldea africana. A Kenia viaja Obama para encontrarse con la familia de su padre y con sus raíces. Acostumbrado a no encajar en ningún ambiente, al desarraigo de vivir con gente que no comparte su color de piel y a no sentirse miembro de ninguna cosa parecida a una comunidad, en África encuentra Obama lo más semejante a una sensación de pertenencia, lo más cercano a la emoción de estar orgulloso por poseer una herencia, un filiación que le une a algo más grande: “Y allí me encontraba yo, tratando de prolongar la conversación, no tanto por la belleza de la señorita Omoro –ya me había mencionado que tenía novio– como por el hecho de que había reconocido mi apellido. Algo que no me había ocurrido nunca ni en Hawai ni en Indonesia, Los Ángeles, Nueva York o Chicago. Por primera vez en mi vida sentí la satisfacción, la sólida identidad que puede proporcionar un nombre… […] Nadie en Kenia me preguntaría cómo se deletrea mi nombre, ni lo pronunciaría mal en una lengua extraña. Mi nombre era parte del país, y por tanto también lo era yo, estaba inserto en una red de relaciones, alianzas y envidias que todavía no comprendía” (p.283).


Sobre estos tres ejes que citaba –la raza, la herencia y la figura paterna– se articula Los sueños de mi padre. Aquí reside sin lugar a dudas el éxito del libro y, por extensión, el éxito electoral de Obama, en su capacidad para transmitir una peculiar historia personal que, aún siendo tan particular, contiene las suficientes dosis de humanidad y elementos comunes para lograr la identificación del lector/votante con el protagonista de la historia que le están contando, con el líder del cambio político que le están ofreciendo a cambio de su voto. Dice acertadamente Stephen Mansfield en La fe de Barack Obama que Los sueños de mi padre es un relato que “contiene todos los temas más antiguos y desgarradores de la historia humana: el anhelo de pertenencia a un lugar, el deseo de tener un padre y la esperanza de un destino”. “Como su política –añade Mansfield–, la historia de Obama parece ser algo que al público le atrae, mayormente porque trata de temas universales. En una generación sin padres y sin ligaduras, Obama suele aparecer como representante de la raza humana en general, a lo largo de una historia heroica que tiene que ver con la búsqueda espiritual” (pp. XIX-XX).


En cualquier caso, lo cierto es que la faceta de Obama como creador literario no un faceta menor del nuevo presidente de los Estados Unidos. Contrariamente, podemos considerarle como unos de los pocos políticos con la capacidad para expresar sus ideas por escrito con un mínimo exigible de aptitud literaria, aptitud que en el caso de Obama es tan inusual que a algunos incluso les resulta sospechosa. No son pocas las voces que se han alzado para acusar a Obama de no ser el auténtico autor intelectual –o al menos no el autor al cien por cien– de sus libros, de haber recibido “ayuda” de terceros. Baste como muestra las acusaciones lanzadas desde la página conservadora American Thinker por Jack Cashill, quien emprendió hace unas semanas su particular y estéril cruzada –nadie o casi nadie ha aceptado esta teoría– en pos de demostrar (con datos, argumentos y ejemplos) que detrás de la bella factura de Los sueños de mi padre se esconde la figura del escritor Bill Ayers.


Pero una cosa es la literatura y otra bien distinta es la política. Una cosa son los sueños y otra la realidad de tener que gobernar la nación más poderosa del planeta. El día antes de ser brutalmente asesinado, el reverendo Martin Luther King pronunció en Memphis un célebre y fatalmente profético discurso en el que anunciaba haber llegado a la cima de una montaña (I’ve been to the Mountain Top). Un cansado Luther King afirmaba que la raza negra tenía por delante unos días difíciles, pero que eso no le preocupaba porque él ya había visto la Tierra Prometida. Barack Obama ha cumplido los sueños de su padre. Como hicieron en su día Lincoln y otros de sus precursores, ha escalado hasta llegar a la cima de su propia montaña y ha tomado el testigo del reverendo Luther King, llevando al pueblo afroamericano un paso más allá, un poquito más cerca de alcanzar esa añorada Tierra Prometida. Pero todavía le queda lo más difícil: demostrar a los Estados Unidos de América y al resto del mundo que ese edén de libertad existe y que él es la persona más indicada para guiarnos en el camino hacia nuestro destino.
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