La historia de Los sueños de mi padre es la historia de las vidas –en plural– de Barack Obama. En primer lugar, es el relato de su vida real, la que vivió con su madre, su padrastro y sus abuelos maternos. En segundo lugar, es la historia de la vida imaginada por Obama, una vida paradójicamente marcada por la única figura ausente en ella y, sin embargo, presente a lo largo de todo el libro: su padre biológico
Pero para hablar de Obama y de sus sueños no se puede uno quedar en la superficie, no nos podemos conformar con la fachada y las apariencias, lo que algunos llaman la “imagen pública del candidato”. Es difícil, soy consciente. Es una tarea gravosa y que requiere tiempo, la de dejar a un lado al “personaje Obama” e intentar bucear en su persona. Mi invitación para aquellos interesados en conocer la cara menos popular del nuevo presidente es muy sencilla: leer a Obama. Mi propuesta es adentrarse en la lectura minuciosa y atenta de sus dos libros de memorias: La audacia de la esperanza y Los sueños de mi padre. Del primero ya dimos buena cuenta en Ojos de Papel hace unos meses; es un excelente libro en el que Obama da un repaso a su carrera política y en el que expone lo que él mismo denomina como “claves para restaurar el sueño americano”. Pese a que fue escrito en 2006, fue el primero que se tradujo al castellano aprovechando los primeros compases de la campaña presidencial. Dreams From My Father, que acaba de traducir la Editorial Almed a nuestro idioma, es en realidad un libro autobiográfico escrito en 1995, un balance vital redactado por Obama después de su elección como el primer presidente negro de la Hardvard Law Review, cuando aún no había empezado su fulgurante carrera política.
Tras una primera edición en 1995 que pasó relativamente inadvertida, Dreams From My Father fue reeditado en 2004. Obama había ganado la nominación del Partido Demócrata para ocupar un escaño como senador por el Estado de Illinois y, sobre todo, había saltado a la escena política nacional gracias a un aclamado discurso –el que luego ha pasado a la historia con el título de La audacia de la esperanza– pronunciado en la Convención Nacional Demócrata del 2004 en Boston. Desde esta nueva reedición y hasta hoy mismo, los elogios a la prosa de Obama no han dejado de sucederse. Especialmente significativa fue la recensión que Joe Klein le dedicó al libro en octubre de 2006, en unas páginas de la revista Time en las que Klein llegaba a decir de Dreams From My Father que era “el mejor libro de memorias escrito jamás por un político americano”. Más recientemente y en esta misma línea laudatoria, leíamos en el blog de crítica literaria del periódico The Guardian las palabras de Rob Woodard calificando el libro como “el volumen más honesto, osado y ambicioso, publicado durante los últimos cincuenta años por un político americano importante”.
Pueden parecer palabras exageradas u oportunistas, puede sonar a crítica indulgente. Puede ser. Pero también puede ser lo contrario. Puede ser que gente acostumbrada a leer muchas biografías de políticos americanos haya sabido reconocer en Los sueños de mi padre la frescura y el encanto de una prosa que embelesa, de una historia que cautiva. Y es que, si La audacia de la esperanza me pareció un libro bien acabado y mejor estructurado, debo decir en honor a la verdad literaria que, aún tratando de temas diferentes e incomparables, este primer libro de memorias de Barack Obama lo supera en calidad literaria. Si dije que The Audacity Of Hope era un libro anormalmente bien concebido para estar escrito por una persona ajena al gremio de los literatos, más sorprendente todavía es constatar el buen hacer escriturario de un Obama que, con apenas 33 años, se revela en este libro como un narrador consumado, como un creador de primer orden a la hora de retratar una experiencia vital –la suya propia–, con un estilo impecable, a medio camino entre el libro de memorias convencional y la biografía novelada.
La parte inicial del libro llama la atención por la frescura y la viveza del relato, por la extraordinaria naturalidad con la que Obama da cuenta de episodios delicados y comprometidos. Me refiero concretamente a la comentada anécdota en la que Obama nos cuenta sus experiencias de juventud con las drogas y el alcohol
La historia de Los sueños de mi padre es la historia de las vidas –en plural– de Barack Obama. En primer lugar, es el relato de su vida real, la que vivió con su madre, su padrastro y sus abuelos maternos. En segundo lugar, es la historia de la vida imaginada por Obama, una vida paradójicamente marcada por la única figura ausente en ella y, sin embargo, presente a lo largo de todo el libro: su padre biológico el keniano Barack Hussein Obama Sr. Como reza el subtítulo, la historia está concebida en torno a dos ejes básicos: la raza y la herencia, esto es, el sentirse de Obama como miembro de la raza negra con raíces africanas y su deseo por alcanzar un estatus de pertenencia a una comunidad, el interés por encajar su experiencia vital dentro de un todo que le dé sentido. Junto a estos dos temas centrales, la omnipresente figura paterna, la efigie borrosa de un padre de quien Obama se separó con apenas dos años, y con el que solo pudo reencontrarse fugazmente a los diez años, antes de que el mayor de los Obama muriese en un accidente de tráfico. Fuera de estas dos breves experiencias, Obama solo conoce un perfil de su progenitor, un retrato ambiguo construido a través de las historias contadas por su madre. Pero es esta imagen imprecisa la que según Obama ha guiado su vida, la que se convirtió en el modelo a seguir y la que ha inspirado sus sueños: “Durante toda mi vida había tenido una sola imagen de mi padre, una contra la que a veces me había rebelado pero nunca cuestionado, una imagen que más tarde intenté hacer mía. El brillante universitario, el amigo generoso, el líder ejemplar: todo lo que había sido mi padre. […] Y en la imagen de mi padre, el negro, el hijo de África, concentré todas las cualidades que quería para mí, las cualidades de Martin y Malcom, de Du Bois y Mandela” (p. 206).
El relato lo estructura Obama en tres grandes partes o etapas: “Orígenes” (dedicada a la infancia y adolescencia), “Chicago” (dedicada a la juventud de Obama en esta gran ciudad) y finalmente “Kenia” (dedicada al viaje que emprende el joven Barack en busca de sus raíces africanas). Intercaladas entre la narración cronológica encontramos infinidad de anécdotas e historias que se entrelazan, multitud de personajes –se supone que todos reales, aunque con los nombres cambiados– que transcurren por las cuatrocientas páginas del libro. Ahí están los compañeros de colegio del pequeño Barack en Indonesia, sus amigos del instituto y la universidad en Hawai, los organizadores con los que colaboró en Chicago y, cómo no, su numerosa familia en Kenia. Si hubiera que destacar algo de cada etapa vital de Obama, una breve pincelada nos bastaría para abrir boca.
En este sentido, la parte inicial del libro llama la atención por la frescura y la viveza del relato, por la extraordinaria naturalidad con la que Obama da cuenta de episodios delicados y comprometidos. Me refiero concretamente a la comentada anécdota en la que Obama nos cuenta sus experiencias de juventud con las drogas y el alcohol. Mientras que otros presidentes han tratado de distraer la atención o de matizar sus acciones (quien no recuerda cuando Bill Clinton dijo que fumó cannabis pero no inhaló el humo) haciendo ver que siempre se han comportado como ejemplos de corrección y virtud, que no hay ningún borrón en su historial, Obama se nos muestra al natural, contando episodios de juventud que otros hubieran censurado: “Lancé unos cuantos aros de humo mientras recordaba aquellos años. Los porros ayudaban, y el alcohol; también una rayita de coca cuando podías permitírtela. Pero nada de heroína, aunque Micky, el tío que me inició, según me pareció a mí estaba deseando probarla” (p. 88). Así de claro y contundente, así de cercano, con sus virtudes y sus defectos, como cualquier mortal que ha vivido una vida intensa.
Sobre estos tres ejes que citaba –la raza, la herencia y la figura paterna– se articula Los sueños de mi padre. Aquí reside sin lugar a dudas el éxito del libro y, por extensión, el éxito electoral de Obama, en su capacidad para transmitir una peculiar historia personal que, aún siendo tan particular, contiene las suficientes dosis de humanidad y elementos comunes para lograr la identificación del lector/votante con el protagonista de la historia que le están contando
De su paso por Chicago, la ciudad que vio nacer al político y lo ha visto llegar a lo más alto, Obama destaca sus peripecias como organizador comunitario en los suburbios marginales y su llegada a la Iglesia de la Trinidad Unida de Cristo de la mano del reverendo Jeremiah A. Wright Jr. Sin ser para nada proféticos ni ventajistas, ya podemos rastrear claramente en el Obama de este período al hombre que se nos ha presentado en estas elecciones como un agente de cambio, como un inconformista deseoso de transformar una realidad que le desagrada: “En 1983 decidí ser organizador comunitario. […] Cuando los compañeros de clase me preguntaban qué era lo que hacía exactamente un organizador comunitario, no podía darles una respuesta. En lugar de eso me pronunciaba respecto a la necesidad de un cambio. Cambio en la Casa Blanca, donde Reagan y sus acólitos continuaban jugando sucio. Cambio en el Congreso, sumiso y corrupto. Cambio en el talante del país, maniático y egocéntrico. Cambio que no vendrá desde las altas esferas, diría yo. Cambio que vendrá de la movilización desde la base” (p. 125).
Y qué decir de las páginas que Obama dedica al continente africano. Se relatan allí las impresiones de un joven americano que, pese a su carácter multicultural y multirracial, nunca se ha enfrentado a la verdad de unos orígenes situados en una perdida aldea africana. A Kenia viaja Obama para encontrarse con la familia de su padre y con sus raíces. Acostumbrado a no encajar en ningún ambiente, al desarraigo de vivir con gente que no comparte su color de piel y a no sentirse miembro de ninguna cosa parecida a una comunidad, en África encuentra Obama lo más semejante a una sensación de pertenencia, lo más cercano a la emoción de estar orgulloso por poseer una herencia, un filiación que le une a algo más grande: “Y allí me encontraba yo, tratando de prolongar la conversación, no tanto por la belleza de la señorita Omoro –ya me había mencionado que tenía novio– como por el hecho de que había reconocido mi apellido. Algo que no me había ocurrido nunca ni en Hawai ni en Indonesia, Los Ángeles, Nueva York o Chicago. Por primera vez en mi vida sentí la satisfacción, la sólida identidad que puede proporcionar un nombre… […] Nadie en Kenia me preguntaría cómo se deletrea mi nombre, ni lo pronunciaría mal en una lengua extraña. Mi nombre era parte del país, y por tanto también lo era yo, estaba inserto en una red de relaciones, alianzas y envidias que todavía no comprendía” (p.283).
Sobre estos tres ejes que citaba –la raza, la herencia y la figura paterna– se articula Los sueños de mi padre. Aquí reside sin lugar a dudas el éxito del libro y, por extensión, el éxito electoral de Obama, en su capacidad para transmitir una peculiar historia personal que, aún siendo tan particular, contiene las suficientes dosis de humanidad y elementos comunes para lograr la identificación del lector/votante con el protagonista de la historia que le están contando, con el líder del cambio político que le están ofreciendo a cambio de su voto. Dice acertadamente Stephen Mansfield en La fe de Barack Obama que Los sueños de mi padre es un relato que “contiene todos los temas más antiguos y desgarradores de la historia humana: el anhelo de pertenencia a un lugar, el deseo de tener un padre y la esperanza de un destino”. “Como su política –añade Mansfield–, la historia de Obama parece ser algo que al público le atrae, mayormente porque trata de temas universales. En una generación sin padres y sin ligaduras, Obama suele aparecer como representante de la raza humana en general, a lo largo de una historia heroica que tiene que ver con la búsqueda espiritual” (pp. XIX-XX).
En cualquier caso, lo cierto es que la faceta de Obama como creador literario no un faceta menor del nuevo presidente de los Estados Unidos. Contrariamente, podemos considerarle como unos de los pocos políticos con la capacidad para expresar sus ideas por escrito con un mínimo exigible de aptitud literaria, aptitud que en el caso de Obama es tan inusual que a algunos incluso les resulta sospechosa. No son pocas las voces que se han alzado para acusar a Obama de no ser el auténtico autor intelectual –o al menos no el autor al cien por cien– de sus libros, de haber recibido “ayuda” de terceros. Baste como muestra las acusaciones lanzadas desde la página conservadora American Thinker por Jack Cashill, quien emprendió hace unas semanas su particular y estéril cruzada –nadie o casi nadie ha aceptado esta teoría– en pos de demostrar (con datos, argumentos y ejemplos) que detrás de la bella factura de Los sueños de mi padre se esconde la figura del escritor Bill Ayers.
Pero una cosa es la literatura y otra bien distinta es la política. Una cosa son los sueños y otra la realidad de tener que gobernar la nación más poderosa del planeta. El día antes de ser brutalmente asesinado, el reverendo Martin Luther King pronunció en Memphis un célebre y fatalmente profético discurso en el que anunciaba haber llegado a la cima de una montaña (I’ve been to the Mountain Top). Un cansado Luther King afirmaba que la raza negra tenía por delante unos días difíciles, pero que eso no le preocupaba porque él ya había visto la Tierra Prometida. Barack Obama ha cumplido los sueños de su padre. Como hicieron en su día Lincoln y otros de sus precursores, ha escalado hasta llegar a la cima de su propia montaña y ha tomado el testigo del reverendo Luther King, llevando al pueblo afroamericano un paso más allá, un poquito más cerca de alcanzar esa añorada Tierra Prometida. Pero todavía le queda lo más difícil: demostrar a los Estados Unidos de América y al resto del mundo que ese edén de libertad existe y que él es la persona más indicada para guiarnos en el camino hacia nuestro destino.
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